Una mujer cubierta con la bandera egipcia tras haber pasado la noche en la plaza de Tahrir, en El Cairo, mira a su compañero.- MIGUEL ÁNGEL SÁNCHEZ
Demasiado tiempo han pasado las mujeres árabes poniéndose en el lugar que se les pedía (léase, atrás). Algo sorprendente (o no tanto), teniendo en cuenta que por su papel como pilar que sostiene la unidad familiar son probablemente las que mejor conocen los problemas que aquejan a sus sociedades. Ellas son las primeras en percibir el aumento de la inflación en los productos básicos; hacen malabarismos para llevar la economía casera y además, y, cada vez en mayor número, se incorporan al mercado laboral. Aunque, dicho sea de paso, lo hagan en inferioridad de condiciones económicas, en eso no difieren de sus hermanas de Occidente. Por eso, es fácil entender por qué las calles de Túnez y de Egipto, las dos grandes protagonistas de la actualidad internacional estas últimas semanas, se han llenado de féminas revolucionarias.
Ellas eran las que, lejos del discurso político, ponían los puntos sobre las íes de lo que llevaba a los ciudadanos a las calles. Ejemplos concretos pegados a la realidad. “Yo pago 600 libras (80 euros) al mes de alquiler y cobro 300”, me contaba Umm Yasir, una funcionaria de 33 años de El Matareya, una localidad del noroeste egipcio, en la plaza de Tahrir. La mujer decía que su esposo, también trabajador del Estado, ganaba lo mismo y que con eso tenían que vivir ellos y sus tres hijos. “Fuimos a ver el proyecto de Mubarak de casas para jóvenes y el precio mínimo por vivienda es de 160.000 libras. ¿Cómo voy yo a tener esta cantidad de dinero si el banco nos cobra un 80% de intereses?”, concluía.
En aquellos días todas parecían estar de acuerdo en que no era el momento de hacer luchas individuales. Ni siquiera por una cuestión de género. Las mujeres egipcias permanecieron en las calles junto a sus compañeros varones desde el primer minuto de la protesta. Las ancianas proveían de agua y bebidas de cola a los que sufrían los efectos del gas lacrimógeno, las madres, esposas y hermanas sujetaban las pancartas, llevaban a sus hijos a las manifestaciones o preparaban el avituallamiento. Ni un paso atrás. Codo con codo conquistaron juntos la plaza de la Liberación y allí durmieron, gritaron y se pasearon con sus hijos a hombros y sus demandas de democracia y libertad. Para muchas de ellas esta era su primera conquista. Sin embargo la Historia no deja de recordarles su papel en estas sociedades. Si bien han sido siempre parte de cualquier ariete reformador, casi siempre las post revoluciones han dejado en la estacada sus necesidades. La memoria es débil y sus esfuerzos en las calles suelen compensarse históricamente con el mapa de una sola calle que indica el camino de vuelta a casa.
Un camino que no deben aceptar si contemplan el panorama desesperanzador que tienen ante ellas y lo mucho que pueden conseguir. “La gente se equivoca al pensar que el velo es el principal problema de las mujeres en nuestros países. La falta de protección en el ámbito laboral, las desigualdades económicas o el desamparo en derechos sociales están muy por encima de la cuestión del hiyab”, destacaba la directora de cine egipcia Amal Ramsis durante una entrevista la semana pasada. “Por ejemplo, al no existir una ley civil para el matrimonio cada religión aplica su norma”, me comentaba la cineasta. Debido a eso las coptas, por ejemplo, no pueden divorciarse bajo ningún supuesto.
Los días de la revolución fueron un ejemplo de civismo y de respeto hacia las mujeres. “Sólo me siento segura cuando estoy en Tahrir”, me juraban muchas de ellas. “Nadie me ha tocado, ni me ha acosado, simplemente me siento una más”. La ausencia de acoso sexual fue un espejismo en un árido desierto que las mujeres árabes atraviesan a diario. En Yemen hasta un 90% han sido hostigadas alguna vez. En Egipto, según el estudio llevado a cabo por el Centro Egipcio para los Derechos de las Mujeres (ECWR, en sus siglas en inglés), lo son el 83% de las locales y el 98% de las extranjeras y hay un incidente de acoso sexual o violación cada 30 minutos que suma 20.000 víctimas al año, según el Centro Nacional de Estudios Sociales y Criminológicos. Mientras, en otros países como Líbano la cifra es sólo del 30%
"Las mujeres egipcias somos muy fuertes”, me decía hace unos días Tahany El Ghebaly que con 61 años es la única mujer que forma parte del Tribunal Supremo egipcio."Somos parte de esta nación y como tal hemos salido a pedir cambio”, resaltaba El Ghebaly, muy activa durante las décadas de los 70 y 80 en los movimientos obreros de protesta. La jurista es una firme defensora de los derechos de las mujeres y destaca que las "igualdades sociales y laborales, serán los principales retos a afronta" una vez iniciado el proceso de reforma.
Sin embargo ese proceso de reforma ha empezado a marchar dejando en el olvido una vez más a la población femenina. Huelga decir que en el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas no hay ninguna mujer. Pero no tanto que en el recién formado comité de reforma constitucional no haya representación femenina. Lo mismo que en la coalición de jóvenes (todos entre la veintena y la treintena), que está negociando la transición con el Ejército, donde hay sólo una mujer entre ocho varones. En su favor diré que a través de su herramienta más familiar, las redes sociales, han hecho diversos llamamientos a las féminas egipcias para rebajar esta desigualdad. Algo a pesar de los pesares, muy lejano de una integración real.
Los medios de comunicación también les han hecho un flaco favor a las madres e hijas de Egipto. Su presencia ha sido escasa o nula en el seguimiento de la revuelta e incluso después. Un famoso talk show árabe que llevó a cabo un debate tras la caída de Mubarak contó sólo con una mujer entre sus 27 invitados.
Las mujeres árabes deben apresurarse a exigir sus propios derechos. Deben organizarse y esforzarse en refrescar la memoria de su pueblo antes de que otros vuelvan a escribir una Historia que les robe su revolución.