Una ciudad que en estos días se llena de fiestas para celebrar los 193 años de su Independencia y que mira hacia el futuro con el aporte de cada uno de sus habitantes.

No es tan poco decir que en sus calles mora toda una diversidad conformada por quienes nacieron en ella y por quienes vinieron de afuera. Un fenómeno social que la convierte en un permanente espacio para el mestizaje.

Desde el punto de vista antropológico, es una suerte de encuentros poblacionales y étnicos que día a día se concreta en cada una de sus esquinas.

Siempre hay alguien que llega de algún lado del país o de fuera de sus fronteras para completar ese mundo disparejo y diverso que genera relaciones complejas de convivencia, pero que finalmente acaban por aportar a la hora de definir un rumbo común.

Guayaquil se confrontó con su propio destino. Su historia estuvo marcada por los grandes incendios. Una, dos y hasta tres veces quedó reducida a cenizas, pero el fuego terminó por ayudarla a redefinir sus nuevos derroteros.

Es una ciudad que nació marcada por dos cauces, el río Guayas y el estero Salado. Podría pensarse que estaban ahí como líneas que no tenían por qué ser superadas; sin embargo, fue a través de aquellos lechos por donde se articuló gran parte del desarrollo poblacional y económico de la gran ciudad del puerto.